jueves, 28 de enero de 2016

Los virus

Ya verás el primer año de guarde, me decían cuando mi hijo mayor empezó la escuela infantil, se va a pasar la mitad de los días malito en casa.

Pues no. Mi Chicote era (es) duro y, aunque cogió sus cositas, tuvimos mucha suerte y puedo contar con los dedos de la mano las veces que se puso malito.

Ahora, que con el Peque la cosa ha cambiado. Además de la gastroenteritis de antes de Navidad, esa que comenzó con un golpe y que ha arrastrado casi un mes, en este 2016 y tras 14 días lectivos, mi chiquitín lleva ya dos virus. Una buena marca.

Hace dos semanas estuvo con fiebre, tos y mocos. Noche sin dormir, preocupaciones varias y un veredicto infalible de la pediatra:es un virus. Pues nada, le dejamos con la abuela (qué sería de nosotros sin ella?) y cuando se recupere volvemos a la guarde a esperar el siguiente.

Una semana tranquila y a la siguiente se repite la secuencia. Niño calentito por la noche y fiebre al canto al ponerle el temido termómetro. Llamada a la abuela y madre que se va al trabajo entre suspiros.

Es lo que toca. Meses durillos, de dalsy, mocos y noches sin dormir ( menos mal que a eso estamos acostumbrados) Está tarde toca pediatra. A ver si tardamos más de quince días en volver a visitarlo.

domingo, 24 de enero de 2016

La culpabilidad

Por volver al trabajo. Por dejar a los niños llorando. Por querer hacer cosas para ti. Por no tener más tiempo para ellos. Por estar deseando que se duerman. Por gritarles. Por no tener tiempo para tus amigas. Por querer tener tiempo para tus amigas. Por estar cansada. Por llegar al trabajo con la hora pegada. Por cenar de pie en cinco minutos. Por no organizarte. Por sentir que cuando llegas al trabajo llevas ya una jornada laboral encima y vas a estar unas horas un poco más tranquila. Por acordarte de que tus pequeños están con otras personas y no sabes qué están haciendo ni si están bien.

La culpabilidad, vaya sentimiento. No conozco a muchos padres que se sientan así cuando vuelven al trabajo, cuando dividen las horas del día entre las tareas por hacer y no les salen las cuentas. Imagino que con una baja paternal de dos semanas no da tiempo a plantearse nada de esto.

No llevo quince días trabajando y ya siento que no me llega la camisa al cuello. He pensado cien veces que tenía que haberme quedado en casa más tiempo. Y  otras cien que podía haberme incorporado antes y quizá todo habría sido más sencillo.

No hay respuestas ni soluciones. Siempre va a ser duro y vamos a seguir sintiéndonos culpables. Aunque intentemos hacer lo mejor, aunque lo hagamos lo mejor posible.

Ojalá en unos años sea un poco más fácil. Nos (ya les) enseñen que nuestras decisiones son válidas y no las cuestionen. Y nos dejen elegir. Pero, sobre todo, que se destierre esa culpabilidad que las mujeres cargamos como una losa. No somos perfectas. Ni falta que nos hace.

sábado, 23 de enero de 2016

Los desvelos

Desde que nació, mi Peque ha tenido una manera característica de torturar mi ya de por si maltrecha vida nocturna. El pobre no ha dormido mal, no tenía que pasearlo por el pasillo, cantarle durante horas ni mecerlo hasta desfallecer. Pero muchas noches, en uno de sus despertares, se desvela.

No llora, no berrea, no se queja. Pero pasamos entre una y dos horas despiertos. Casi todo el rato está tranquilo, en brazos, mamando a ratos y otros ratos mirándome, a punto de dormirse. Y yo observo el reloj por el rabillo del ojo, me cambio al niño de brazo, compruebo que no tiene fiebre, le toco el pañal a ver si está muy mojado.... Y me voy desesperando.

Cuento las horas que no voy a dormir esa noche, pienso en la ropa que tengo que planchar, en las clases que preparar, los temas que estudiar o la compra por hacer. Siento que al día le faltan horas y que yo pierdo muchas en las que ni siquiera me puedo tumbar a descansar.

Llevamos unas semanas en las que estos desvelos se han hecho casi habituales, a razón de dos o tres por semana. Ir a trabajar con tres horas de sueño es duro. Pasar la tarde con dos pequeñines que reclaman a su madre constantemente mientras ésta sólo puede pensar en echarse la siesta es horrible.

Qué ganas de que pasen los días, de que nos hagamos a los nuevos horarios, a las obligaciones y a las separaciones.

Me acuerdo de mi vuelta al trabajo con Chicote. Qué meses tan duros. Pero pasaron. Y volví a dormir. No mucho, pero sobrevivimos. A ver si pronto puedo volver a decir lo mismo.

Voy a seguir meciendo a la causa de mis develos. Que son casi las cuatro de la mañana.


jueves, 14 de enero de 2016

El congreso

Qué vergüenza, qué lamentable, qué bochorno. Qué machismo, más sangrante todavía cuando proviene de mujeres. Qué paternalismo.

Es increíble que hasta para criar a nuestros hijos tengamos que dar explicaciones.

Ayer Carolina Bescansa entraba en el Congreso con su bebé de seis meses. Lo hizo, explicó, para reivindicar el derecho de las madres a criar con apego, a decidir qué hacer con sus hijos. Para dar visibilidad. Qué falta hace.

Fue otra diputada, madre también, la que se acercó a recordarle que hay una guardería allí mismo. Y otra, que también fue madre durante el tiempo que duró su ministerio, la que criticó con dureza a Becansa.

Me pregunto si a esa ex ministra, o a la actual vicepresidenta en funciones, se les acercó alguien para recordarles que tienen derecho a unas ridículas dieciséis semanas de permiso de maternidad. Seis de ellas obligatorias, aunque la vicepresidenta decidiese no disfrutarlas.

Que los colectivos feministas pongan el grito en el cielo es ya un contrasentido. Cuánto tiempo vamos a tener que aguantar que nos digan cómo criar a nuestros hijos??

Por favor, basta de paternalismos. Las mujeres queremos decidir si nos quedamos en casa con nuestros niños, si los llevamos con nosotras o si nos incorporamos a nuestro trabajo a la semana de parir. Pero decidir lo que queramos, sin presiones. Y sin que nos juzguen. Que somos adultas.

Ojalá todas pudiésemos llevar a nuestros niños allá donde fuésemos. Mientras tanto, que lo hagan aquellas que puedan. Por todas las demás. Y, los que las critican, que sea para que las criaturas no tengan que escuchar estupideces como las que se escucharon ayer en el Congreso.

miércoles, 13 de enero de 2016

El estrés

Me hallo a medio camino entre Qué he hecho yo para merecer esto y Si lo sé, no vengo. Y sólo llevamos tres días laborables...

Esta mañana he debido perder medio kilo con el estrés de salir de casa con los dos niños vestidos, la mochila con la merienda para el recreo, el rollo de papel higiénico para las manualidades y los tres manojos de llaves para coche, casa y trabajo.

Iba sobrada de tiempo hasta que a uno le han entrado ganas de hacer caca y al otro de engancharse a la teta. Es lo que tienen los niños...

He dejado a Peque por primera vez en acogida de la guarde, donde ha soltado su primer sollozo y, corriendo, he vuelto a poner a Chicote en la sillita del coche para movernos 50 metros y llegar a su cole. He empleado tres veces lo previsto porque he estado un buen rato intentando sentarle en la sillita de su hermano. Y el tío, en vez de avisarme, se reía por lo bajini....

Después de dejarle en su correspondiente acogida (sólo cinco minutos, pero no puedo estirar más el tiempo) he tenido que volver al coche a por su bolsita del desayuno. Cuando por fin he arrancado necesitaba otra ducha. O un spa.

A esto debemos sumarle una media de cuatro horas y media de sueño. Entre los nervios, niños despiertos en mitad de la noche y un viento nocturno huracanado que no me dejaba decansar.

Así que hoy, me dije yo, no pueden ir peor las cosas. Pues sí, que soy una lista. Mi Peque con fiebre. Treinta y nueve con uno, ahí es nada. Yo sin poder dormirme, mirándolo, hasta que a las 2 de la mañana le ha empezado a bajar y ha empezado con la fiesta.

No sé si a este paso llegó a Semana Santa.

sábado, 9 de enero de 2016

La bisabuela

Hoy hubiese cumplido cien años mi abuela. Un siglo. Qué vértigo.

Murió hace poco más de una década, dos meses antes de que naciera su primera bisnieta. En diciembre nació la décima.

Los últimos años los pasó un poco mal. Estaba cansada, se sentía mayor y estaba convencida de que su sitio ya no estaba aquí.

Yo prefiero recordarla de otra manera. Mi abuela era peculiar. Tuvo seis hijos, pero muchas veces nos decía la envidia que le daban los jóvenes ahora, que no tenían que tener todos los hijos que Dios les mandaba .

Vivió en muchos pueblos siguiendo a su marido, y al final se instalaron en Madrid. Ella siempre decía que donde mejor lo pasó fue en Barcelona, donde estuvieron una corta temporada aún sin hijos. Su casa estaba en Carabanchel, pero me contaba que le hubiese gustado vivir en el centro-centro. Yo, criada en una ciudad dormitorio, no imaginaba qué había más céntrico que la casa de mi abuela, con el metro a la puerta, y me la figuraba en plena Gran Vía asomada a su terraza acristalada.

No le gustaba cocinar, pero a mí me encantaban sus meriendas. Un bocadillo, trinaranjus y ocho (ocho!!) onzas de chocolate blanco. Además, guardaba siempre una caja de surtido Cuétara en el mueble del salón y nos dejaba abrir el piso de abajo aunque quedasen galletas arriba.

Era muy golosa. Para desayunar tomaba seis galletas María, una madalena cuadrada y un vaso de cola cao. Y para cenar, un sándwich y un nesquick. Había días, contaba, que iba a fregar los platos después del telediario y se daba cuenta de que no había nada que fregar porque no había comido. Pero siempre tenía sitio para un bombón o unas natillas. Es que eso entra sin hambre, decía.

Cuando iba a la Universidad a veces me pasaba a visitarla. Siempre abría la puerta sin preguntar, aunque sus hijos se lo tenían prohibido, así que, indefectiblemente, daba la misma excusa. Te he abierto porque pensaba que eras el de Ocaso que viene a cobrarme.

Tenía docenas de fotos de su docena de nietos. Seis niños y seis niñas. Yo soy la séptima.

A veces mi hermana y yo dormíamos en su casa. Nos había comprado un cepillo de dientes a cada una en una droguería del barrio. Dormíamos en la habitación que había sido de nuestros tíos oyendo la tele de la vecina, la señora Justa, que estaba sorda como una tapia.

Cuando íbamos a verla yo subía corriendo las escaleras y llegaba siempre la primera. Al volver a casa, siempre nos pedía que la llamásemos por teléfono para saber que habíamos llegado bien.

Por casa llevaba una bata y se pintaba las cejas con lápiz. Era muy presumida y desde que cumplió veinte años, decidió que no iba a decir nunca su edad. A mí me enseñó a calcularla restando al año actual el de nacimiento.

Cuando murió mi abuela decidí que algún día tendría hijos. Fue como cerrar un círculo.




viernes, 8 de enero de 2016

Las adopciones

Hace unos días descubrí un blog. Es este. Está escrito por un matrimonio que narra su experiencia con la adopción. Todo el proceso. Yo empecé por el final, un final muy feliz, porque ahora tienen una niña y un niño chinos. Preciosos, pero, sobre todo, felices. 

El principio no es tan alegre. Dos años (desde que empezaron a contarlo, pero hay bastantes más antes) de esperas, incertidumbres y esperanzas. Y muchas reflexiones. Y decisiones difíciles. Ellos optaron por la adopción internacional tras intentarlo en España. Y entre sus peticiones iban las de niños con necesidades especiales (no recuerdo si es esa la terminología exacta) Hablan de las reacciones de otras personas al enterarse, de las de su propia familia. Y, de algo que me ha llamado poderosamente la atención. La madre se plantea, en muchas ocasiones, si hace bien sacando a la niña de su ambiente, desarraigándola. Creo que es un pensamiento muy generoso. Como todo lo que se lee (y se intuye) en el blog.

A veces se tacha a las personas sin hijos de egoístas. Me parece una tontería. No creo que nadie sea más egoísta ni más generoso por decidir, o no, tener hijos. Es algo que unas personas quieren, desean y anhelan y otras no. Nada más. Pero que una pareja lleve tantos años intentándolo, que recorran medio mundo y que no les importe si su hijo va a tener alguna minusvalía es algo admirable. Cuántas noches en blanco pasarían pensando en esos hijos que por fin tienen en casa. 

Por eso me da mucha pena que sea tan difícil adoptar. Está claro que tener hijos es la mayor responsabilidad que se puede tener en la vida. Pero biológicamente mucha gente los tiene y no está, ni mucho menos, tan preparada como otros que no pueden y pasan años intentando adoptar. Para conducir te piden carné pero (casi) cualquiera puede ser padre.

Cualquier niño se merece una protección, una familia que vaya a quererlo y a cuidarlo, ¿por qué lo hacen tan difícil? Que alguien vaya a meterse en tal berenjenal ya presupone (digo yo) buenas intenciones y (muy) altas dosis de amor. Un proceso más sencillo y menos burocrático no estaría mal. 

Hace unos años tuve un alumno de nombre ruso y apellidos españoles. Lo habían adoptado con diez años junto con dos hermanos adolescentes. Los niños eran difíciles y la madre se había separado., dejando a los chicos al cuidado del padre, un señor algo mayor y bastante superado. La Jefa de Estudios del instituto donde trabajaba nos citó a algunos profesores del niño para hablar con el padre, que estaba pensando en devolverlos. O la palabra técnica equivalente. No lo hizo. 

Estoy con Susana (la autora del blog) en que ser madre es mucho, mucho más que un hecho biológico. 


lunes, 4 de enero de 2016

Los nervios

Los hijos tienen miles de virtudes, sobre todo a ojos de sus padres, de eso no cabe duda. Pero tienen también unos cuantos defectos. O cualidades no necesariamente positivas. Entre ellas, posiblemente, la que ocupe el lugar de honor sea su capacidad para agotar nuestra paciencia. Para sacarnos de quicio. Para hacernos perder los nervios.

No sé si vienen así de fábrica. Quizá sea algo que se aprende por imitación. Una convención social o lo mismo es cosa nuestra, que agotamos nuestros recursos antes de tiempo.

A medida que van creciendo se hacen conscientes de esa capacidad. Mi Chicote sabe usarla perfectamente. Cuando ve a su hermano dormido y es hora de que él caiga en los brazos de Morfeo, por ejemplo, sabe que basta un grito suyo, un berrido bien dado, para que servidora, o sea, la madre que lo parió, pierda los nervios ante la perspectiva de sus dos retoños despiertos.

No me gusta ponerme nerviosa. Mi hijo tiene tres años, es muy pequeño. Sí, lo sé, los niños saben mucho. Pero eso no quiere decir que debamos ponernos a su altura. Tienen otra manera de manejar sus necesidades, no controlan los tiempos y para ellos sólo existe el ahora. Si además tienen carácter, como el mío, y les sobra picardía, el drama está latente, dispuesto a salpicarnos en cualquier momento.

He intentado muchas cosas. Contar hasta diez. Respirar hondo. Razonar. Verme a través de sus ojos. A veces funciona. Otras no, la verdad.

Yo soy nerviosa. Me he vuelto paciente con los años, pero con mi hijo a veces me cuesta más de la cuenta. Y lo siento. No me gusta pensar en mí misma gritándole, y, sobre todo, no me gusta pensar en cómo se sentirá mi hijo cuando le grito. Porque, cuando me pongo, soy capaz de gritar mucho.

Hay padres fenomenales, de esos que ves en el parque siempre en estado zen, dialogando con sus retoños y con una sonrisa en los labios. Yo quiero ser así.
Pero no soy perfecta, y grito, gruño y me enfado. A veces. O muchas veces. Desde luego, más de las que quisiera. Ojalá mis nervios se vayan controlando. Ojalá dentro de unos años me haya vuelto una madre zen. O mis hijos unos niños de anuncio.

Hasta entonces seguiré intentando contar hasta diez. Y, si se me escapan los nervios, los agarraré otra vez rápido. Y quizás Chicote me diga, como hizo una vez: Mamá, si estás nerviosa, haz como hago yo contigo, apriétame el brazo hasta que se te pase.

domingo, 3 de enero de 2016

El masaje

Hace un par de noches, mientras hacía tiempo en la cama de mi hijo mayor esperando que el sueño le venciese antes que a mí, mi primogénito se incorporó y, antes incluso de que puediese regañarlo por no estar ya dormido, me dijo:
 - Mamá, espera que te voy a hacer un masaje. Ahora vengo.

Me quedé con la boca tan abierta que ni siquiera fui capaz de contestar. El muchacho se trajo del salón uno de esos masajeadores de plástico que tienen un asa y cuatro bolas, y empezó a frotarme con él la espalda. Después de un par de minutos, lo cambió por sus propias manos y estuvo otro ratito apretándome las vértebras.

Cuando acabó me tapó despacito y me susurró que ya me podía dormir.

Luego tardó un buen rato en dormirse, pero yo estaba tan contenta, tan emocionada, que no me importó. No sé de donde sacó la idea de darme un masaje, los niños son sorprendentes y quizá me haya oído alguna vez pedirle al Padre de las Criaturas un masaje. O puede que hayamos comentado delante de él que el día que estuvimos en el hospital con su hermano yo tenía cita precisamente para darme un masaje, un regalito de cumple que no sé cuándo podré gastar.

A veces te sacan de quicio. Ponen a prueba tus nervios. Gastan tu paciencia y te llevan al  límite. Pero entonces, una sonrisa desdentada tras un par de horas intentando dormirle o un te quiero en medio de una discusión te desarman. Así son los niños. Absolutamente encantadores.