martes, 20 de diciembre de 2016

Los fans

Cuatro meses.... Tras una temporada leyendo otras bitácoras un poco más alejadas de los temas maternales, y tras preguntarme muchas veces si no debería hacer otras cosa, escribir sobre lejanos intereses que yo antes tenía, meditar sobre si abrir un blog distinto que ya casi tenía hasta nombre y, finalmente, darme cuenta de que ni para eso tengo tiempo, he descubierto una cosa. No necesito separar espacios. Mi vida puede ser muchas cosas a la vez. A veces lo olvido, pero soy, y no necesariamente en este orden, profe, madre, lectora, estudiante, curiosa, idealista, nerviosa, maniática y bajita. Entre otras cosas. Así que vamos a seguir con esto. De vez en cuando, porque mucho tiempo libre no tengo, pero la verdad es que mis niños son capaces de entretenerse solos o con La Patrulla Canina casi veinte minutos seguidos si nadie resulte levemente herido. Y cualquier madre de niños pequeños sabe que en veinte minutos se puede hacer la cena, recoger la ropa, echarse una siesta reparadora y casi casi escribir un libro. Además, y, sobre todo, yo me debo a mis fans. Aquellos dos grandes amigos que en estos meses de retiro (no espiritual precisamente) me han preguntado discretamente por este blog. Y solo por eso tenía que volver. Hala chicos, va por vosotros. Por cierto. Alguien ha resultado levemente herido. Me pasa por hablar.

sábado, 13 de agosto de 2016

El veranito

A ese le falta un verano, era mi frase favorita para anunciar que a alguien le faltaba un hervor, que parecía que se había caído de un guindo, que necesitaba espabilarse. Y es que una no sabe (aunque ya empieza a intuir) qué tendrán los veranos que son tan determinantes en el desarrollo.

Un (gran) amigo me recordaba siempre mi suerte, porque, al cumplir los años a finales de noviembre, en nuestros veranos comunes yo era indefectiblemente un año más joven.

Los veranos y la adolescencia. La juventud. O la infancia.

Este está siendo el segundo verano de mi Peque. Un mes y medio de canícula en el que parece que come un poco mejor, se suelta de nuestras manos y echa a correr sin mirar atrás, sube y baja escalones al trote. Se cae y apenas llora, aunque lleve rodillas y codos llenos de costras. Intenta repetir todo lo que decimos e imita todas nuestras acciones. Su hermano ha aprendido que puede ser un gran brazo ejecutor y le ordena que dé puñetazos, rompa cosas o grite. Él lo cumple entre risas y una mirada de adoración absoluta que sólo (yo lo escribo con tilde) se nubla cuando los dos quieren el mismo juguete y entonces le araña sin remordimientos. El amor-odio fraternal.

Ha usado el váter varias veces, y no sólo para lanzar dentro juguetes. Se tira la piscina y se arranca los manguitos, lo cual provoca las risas de nuestros vecinos y, sobre todo, habituales microinfartos a su madre, o sea, servidora, que empieza a considerar bajar a la piscina con dos niños deporte de riesgo extremo. Una mierda la adrenalina que se suelta haciendo puenting al lado de la visión de tu pequeño lanzándose al agua al grito de a la de tes. 

Se sube al respaldo de los sofás y ya he perdido la cuenta de las veces que, recién metida en la ducha, oigo a mi Chicote gritando que se mata, mamá, y tengo que salir chorreando (de agua y sudores fríos)  para rescatarlo de un salto mortal (no por la posible cabriola, sino por un trágico final asegurado)


Ese verano que le faltaba a mi chiquitín, por eso de cumplir los años a finales de noviembre, como una que yo me sé, lo está recuperando con creces. Algo me dice que en septiembre no va a ser el bebé de la clase, a pesar de su pequeño tamaño y de su pelito de ratón.

sábado, 23 de julio de 2016

La Madre

Dentro de unos años, los niños crecerán, querrán su espacio, y estaremos solos tú y yo otra vez.

Pues sí, estas sabias palabras del Padre de las Criaturas son absolutamente ciertas, pero a menudo las olvidamos. Tendemos a vivir solo el presente, y no pensamos en el futuro tan a largo plazo (aunque mucho me temo que dos o tres lustros se pasan enseguida cuando unos cruza la barrera de los treinta) Cuando tienes niños pequeños el tiempo cobra una dimensión desconocida. Se estira y se encoge según los patrones de sueño de la criatura, se hace interminable cuando tiene fiebre, se pasa volando cuando miras atrás y descubres que tu bebé ha cambiado tanto en los últimos meses que te cuesta acordarte de cómo era recién nacido.

Los niños pequeños te absorben. Es difícil imaginarlo cuando no los tienes. Estás  segura de que tú te organizarás, tendrás tiempo, podrás hacer muchas otras cosas. Pero de pronto te ves convertida en Madre. Una Madre que apenas tiene tiempo (ni ganas) de ser otra cosa. Una Madre que las primeras semanas no puede ni ducharse. Y que, según pasan los meses, debe tratar de hacer las cosas con un niño en brazos, o colgado de la pierna, o aporreando la puerta detrás de la que te escondes.

A veces intentas leer, ver algo en la tele, planchar la ropa. Arduas tareas. Otras veces estás tan cansada que piensas que Juego de tronos ya te lo destriparán tus alumnos mañana, ese libro no se va a mover de la estantería y la ropa arrugada... ¿No dijo alguien que la arruga es bella?

Pero hay otras cosas en la vida, amigos, pareja... Y estamos tan cansadas que se nos olvida. Está claro que esta absorción infantil se acaba. Puede que demasiado pronto. Yo ya noto que mi mayor juega solo, no me requiere tanto y a veces tengo que llamarlo yo desde otra habitación para oír su voz y que me diga que está jugando y que soy una pesada. Tengo a su hermano, que me llama con lágrimas en los ojos en cuanto salgo de su campo visual y que no me deja ni sentarme en el váter si para ello tengo que dejarlo en el suelo.

Mis pequeñines crecen. Aunque a veces parezca que despacio, la verdad es que el tiempo pasa rápido.  Y, aunque siempre seré su Madre, quizá en uno o dos lustros sea madre solo. Cómo les echaré de menos...

domingo, 3 de julio de 2016

Los valores


Por lo demás no hay elección/ y este mundo tal como es/ será todo tu patrimonio decía el mayor de los Goytisolo. Cuánta razón. ¿Qué podemos dejar a nuestros hijos? ¿Qué es lo más importante que les vamos a transmitir? Los valores, sin duda.

Ojalá sean buenas personas. Tengan empatía y solidaridad, se sepan poner en el lugar de los demás. Que no les acompañe la hipocresía, que tengan principios y sean fieles a ellos mismos. Que no se vendan, que tengan ideales. Que no se rindan sin haber luchado, que intenten vencer sus miedos, y que los tengan, no pasa nada por tener miedo algunas veces.

Que piensen, que tengan criterio, que estén seguros de que la educación no es un medio, sino un fin. Que quieran cambiar el mundo y tengan sentido de la justicia. Que crean en la igualdad, que no vayan a por el más débil, que le ayuden. Que no señalen al diferente y que sepan que en esta vida hay muchas cosas que merecen la pena.

Que  vayan con la verdad por delante, que no se escondan, que den la cara. Que sepan que pedir perdón es importante, pero que vale más pensar las cosas antes de hacerlas.

Me gustaría poder transmitir a mis pequeños todas estas cosas. Pero, tras ver el resultado electoral del domingo pasado, me va a costar ponerles ejemplos prácticos.

martes, 21 de junio de 2016

Las preocupaciones

Cuando tienes un hijo nadie te prepara para los desvelos que te esperan a partir del momento en el que nace. Y no me refiero a los provocados por el desajuste de serie con el que vienen los recién nacidos, ese que hace que no duerman más de dos o tres horas seguidas por las noches y que trae como consecuencia las ojeras y palidez que adornan a las madres recientes. No. Hablo de otros desvelos. Que no se acaban ni cuando el niño duerme del tirón. Son las preocupaciones. Las que te provoca ser madre, cuidar de una criatura cuya vida está en tus manos. Y, aunque la criatura crezca, aunque no dependa tanto de tí, me temo que los desvelos nunca nos abandonan.

Al principio te asusta todo. ¿Come lo suficiente? ¿Por qué llora? ¿Se dormirá alguna vez? ¿Respira? La experiencia es un grado, y poco a poco entiendes un poco mejor a tu bebé y diferencias sus lloros. Pero, claro, un bebé no habla y no te puede explicar si le duele algo, si tiene frío, si quiere que le cambies. Recuerdo que una de mis mayores preocupaciones con mi Chicote era que tuviera fiebre y yo no me diese cuenta. A los nueve meses se puso malito por primera vez (sí, hemos tenido mucha suerte) y, aunque no superó los 38º, lo noté ipso facto.

Con catorce meses le estaba dando el pecho cuando vi una gota de sangre en el pezón. Tardé un poco en darme cuenta de que mi pequeñín sangraba por la nariz sin haberse dado ningún golpe. Tras diez minutos eternos nos fuimos a urgencias y, aunque la hemorragia paró en el coche, pocas veces he estado tan nerviosa. Cuando llegamos pensaron que habíamos tenido un accidente. Desde entonces y durante mucho tiempo me ha dado pánico ver a mi niño sangrar.

Con el pequeño son los golpes lo que peor llevo. Golpes y vómitos me aterran. Aunque la fiebre no les va a la zaga. He pasado horas comprobando como mi bebé dormía, mirándolo fijamente y conjurando al virus de turno para que saliese de su cuerpecito. Cada vez que me entero, por el grupo de whatsapp, de un nuevo enfermito en la guarde, comienzo a temblar y a tocar tanto la frente de mi Peque que temo provocarle yo misma la fiebre.

Y eso no es nada. Me pongo a pensar en que pueden discutir con sus amigos. En que quizá tengan  problemas en el cole. En cuando salgan por las noches. En sus futuros desamores.

Una compañera (y amiga) con hijos ya mayores y nieto en camino me cuenta a veces que nada le provoca mayor tranquilidad que, en fechas señaladas, tener a su hijos durmiendo bajo el mismo techo.

Pues eso. ¿Volveré a dormir a pierna suelta?

martes, 7 de junio de 2016

Las angustias

El domingo por la noche, antes de dormirse, mi primogéntio se giró en la cama y me dijo, muy serio, Mamá, yo no quiero ser un abuelito, yo quiero ser siempre un niño como ahora.

A mí se me encogió un poco el corazón. No esperaba que mi hijo, con cuatro años recién cumplidos, tuviese pensamientos tan abstractos, sintiese esa angustia por el paso del tiempo que a mí me acompaña desde hace tanto y que se ha agudizado desde que soy madre, desde que tengo una nueva referencia temporal marcada por la edad de mis pequeños.

No sé de donde habrá sacado esas ideas. Unos días antes hablaba con su abuela, y le explicaba las ganas que tenía de hacerse mayor y tener todos estos años, abriendo y cerrando las manitas varias veces. Mi madre le dijo en algún momento que mejor no tantos, porque entonces a lo mejor no estaba ella (sí, ya es indefectiblemente una abuela, recuerdo a la mía decir esas mismas palabras hace ya unos cuantos años) y Chicote preguntó que dónde iba a estar entonces. Mi madre tuvo que recular y decirle que en una residencia para viejitos, así que quizás sea esa la preocupación del niño.

Anoche lo repitió saliendo de la ducha. Él no quiere ser un papá ni un abuelo, sólo un niño de cuatro años.

Me dan ganas de abrazarlo, de consolarlo. Pero no hay de qué consolar. Lo mejor que nos puede pasar es cumplir años, ser abuelos, llegar a viejos. Acumular vida y experiencia, intentar ser felices. Nadie ha elegido vivir, a ninguno nos preguntaron antes. Por eso sentí una pizca de culpabilidad, yo soy, en último término (bueno, y El Padre de las Criaturas, claro) la culpable de que mi niño se angustie pensando en la vejez. Y en otras cosas por las que ya preguntará.

No podemos protegerlos de todo, no podemos evitar que sufran. Es parte de la vida y no es malo. Crecer es maravilloso, pero también duele, en todos los sentidos. Ojalá siga confiándome sus preocupaciones. Y ojalá baste un abrazo para que se le pasen. Al menos durante unos cuantos años.

domingo, 5 de junio de 2016

La ¿conciliación?

Este mes los niños ya no tienen cole por la tarde. Muchos padres hacen malabarismos para cuadrar horarios, apuntan a los pequeños a los servicios de acogida para poder llegar a recogerlos y empiezan a hacer cuentas y buscar campamentos para los dos meses y medio de vacaciones escolares que quedan por delante.

Tengo suerte. O fui previsora, no sé. Sólo me toca buscar apaño para la última semana de junio y primera de septiembre. Mis padres y mi hermana viven a cinco minutos de casa y puedo contar con ellos. Aun así entiendo y comparto los problemas que acarrea el desfase entre jornada escolar y laboral.

Lo que no veo nada claro son las soluciones que tratan de imponer desde algunos sectores. Leía esto entre estupefacta e indignada. Una nota de prensa en la que la Fapa Giner de los Ríos poco menos que ningunea nuestra profesión recalcando las ingentes vacaciones de las que disfrutamos los docentes y tachándonos de insolidaridad, culpabilizando a nuestro gremio de la falta de conciliación que hay en este país. Abogan por la eliminación de los exámenes de septiembre adelantándolos a julio, e insistiendo en que los profesores demos clases durante ese mes para que los alumnos puedan recuperar las asignaturas pendientes. Así, además, podríamos adelantar las clases y comenzar el 1 de septiembre. Un mes menos de vacaciones y de quebraderos de cabeza paternales.

Lo sé. Soy juez y parte. No puedo ser totalmente objetiva. Pero, aparte de lo que me toca a mí en lo personal, no puedo comprender que critiquemos tanto los horarios infernales y presencialistas que tenemos en este país y que ahora queramos imponérselos a adolescentes (porque aquí se habla de secundaria, chavales a partir de doce años, los niños de infantil y primaria no se examinan en septiembre)

Los chavales están cansados, hace calor y llevan ya casi tres meses de clase. No quiero imaginar lo que sería prolongar ese agobio en las aulas otro  mesecito con las temperaturas que nos gastamos en estas latitudes. Sí,  en otras partes de Europa no tienen tantas vacaciones en verano, las reparten a lo largo del año. Sí, somos uno de los países que menos vacaciones escolares tienen y con peores resultados académicos, háganselo ver. Sí, en Valencia quitaron los exámenes de septiembre hace dos años. Este curso han vuelto a las fechas originales, no ha funcionado. Sí, tenemos muchas vacaciones pero no nos las pagan. Cobramos bastante menos que otros funcionarios de la misma categoría, lo cual me parece justo y lo considero una ventaja, pero quizás otros prefieren cobra y trabajar más.

Si esas son las medidas con las que quieren racionalizar los horarios, no las comparto en absoluto. Por favor, luchemos por poder pasar tiempo con nuestros hijos y no aparcarlos diez horas al día diez meses al año. La conciliación debe pasar por un esfuerzo de las empresas, por entender que nuestro tiempo es valioso y que debe ser de calidad. No por querer imponer nuestras jornadas a nuestros hijos. Yo quiero disfrutar de mis vacaciones, pero también quiero que mis hijos disfruten de las suyas. Ya otro día hablamos de la conveniencia de los exámenes.




miércoles, 18 de mayo de 2016

La novia

No hace ni dos semanas que cumplió cuatro años. Y no soy nada partidaria de estos temas, me encantó y compartí este artículo. Pero a veces las cosas salen de manera distinta a como una las había planificado. Ahora mismo, por ejemplo, son las dos de la mañana y en lugar de estar durmiendo, tengo a mi Peque en brazos.

En fin, a lo que iba. Cuando hemos vuelto del cole, mi hijo mayor,  con sonrisa entre pícara e inocente, me ha anunciado que tenía que contarme una cosa pero que no sabía si le apetecía. Al final se ha decidido: Mamá, tengo novia.

A mí se me ha congelado un poco la sonrisa. Le he preguntado cómo ha sido y me ha explicado que una niña de clase le ha anunciado que ahora es su novio. Que se vaya enterando de cómo va a ir esto y de quien va a tener siempre la sartén por el mango....

Le he mirado, intentado ponerme sería, y le he dicho que qué significa eso de ser novios y, claro, como no tiene ni idea, le he contado que lo más importante es que los novios son amigos.

Eso sí, me ha confesado, con un poco de vergüenza, que la niña en cuestión es la más guapa. Hasta más que mamá. Ay, lo que me queda....

A su padre no ha querido decirle nada, y luego tampoco le apetecía hablar conmigo del tema.  Pero antes de acostarse, cuando su hermano sólo quería bracitos de mamá y yo me prodigaba en cariñitos con él, ha anunciado que ya no quería ser más el novio de la niña.

He tenido que dejar a su hermano, tumbarme con él y decirle que, por muchas novias que tenga, siempre voy a ser su mamá y a quererle y darle besitos.

Ay, qué rápido va esto....

domingo, 8 de mayo de 2016

La lista

Hoy ha venido a casa una amiga embarazada. Mi primera amiga embarazada. Le queda un mes para dar a luz y se ha pasado a recoger algunas cosas de mis tormentillos para su bebita. Hace un día horrible, lluvioso e invernal y no se han quedado demasiado, pero le ha dado tiempo a preguntarme algunas de esas dudas de incipiente madre primeriza que te van desvelando según se acerca el día del parto.

Intento visualizarme hace cuatro años y una semana, con un bombo inabarcable y la casa invadida de ropita diminuta azulada recién lavada y planchadita. Cómo he cambiado en este tiempo.

Mi amiga me preguntaba por la famosa bolsa del hospital, compresas tocológicas y discos de lactancia. Esas cosas que olvidas por completo según dejas de usar.

Yo prepararé mi primera bolsa con mucha ilusión y bastante margen. La compré en una tienda del barrio, una bolsa de bebé con una jirafa bordada. Mis pequeños la han usado de maleta hasta que ha sido desterrada por otra de Jake y líos piratas de Nunca Jamás. No hay quien pueda contra Disney...

Para mi primer parto la llevaba a reventar, pero para el segundo había sitio de sobra. El grado que da la experiencia.

Lo fundamental es la carpeta con los papeles médicos. Recuerdo que me pidieron a analítica del último trimestre cuando ingresé. Además, la carpeta es útil porque saldrás de allí con el librito de vacunaciones y los papeles del ingreso y el alta, con el informe del parto incluido.

En el hospital donde parí, público, me dieron todo lo necesario para el bebé. En el cajón de la mesilla hay pañales, bodys, empapadores y gasas para cambiarlos. También le ponen un gorrito horrible y le envuelven en una manta. Los  bodys son un poco grandes (y eso que mi primogénito rozó los cuatro kilazos) y la manta parece esa que usan los dueños de perros para que sus animales duerman encima, pero no es necesario que vayas cargada con cosas para el recién nacido. A pesar de eso, lo normal es llevar medio fondo de armario que ya acumula tu neonato. Para mi segundo bebé yo llevé tres bodys (y el muchacho vomitó dos de ellos, así que opté por ponerle los del hospital hasta que nos dieron el alta) y un trajecito con el que le saqué a la calle. Además de una mantita un poco más cariñosa que las del hospital. Bueno, y dos gorritos de recién nacido, que me regalaron una docena y había que estrenarlos.

A las madres nos ponen un camisón que, he de decir, mejoró mucho del primer al segundo parto. La primera vez era ese que sale en las pelis, abierto por detrás, y otro igual puesto a modo de bata para no dejarte con el culo al aire. Con mi Peque ya me dieron uno cerrado, con botones delante que facilita bastante la lactancia, y de lunares rosas. Mucho más mono. Casi me dio pena ponerme el de casa. También llevé una bata finita y zapatillas. En el hospital hay gel, y me entregaron una bolsita de aseo con cepillo de dientes, pasta y colonia fresquita.

Mi añorada matrona nos recomendó llevar cacao, porque cuando te ponen la epidural no te dejan beber nada, y la prohibición se mantiene hasta dos horas después de dar a luz. Ella aseguraba que el cacao al menos nos hidrataba los labios, que se quedan tan secos como la garganta. También nos sugirió llevar colorete, porque íbamos a salir en un montón de fotos y nuestros aspecto, tras el parto, es claramente mejorable.

Cargador de móvil y una muda para el padre no está de más. Yo me puse la misma ropa cuando me dieron el alta que la que llevaba al entrar. Porque eso de que te dejas la tripa en el paritario es un mito. Aún así, fui vestida con chándal, para de no mermar la autoestima con ropa de premamá cuando ya eres mamá de facto. Sujetador de lactancia y compresa tocológicas ( que también te dan en el hospital) también llevaba.

Los discos de  lactancia, que me acompañaron muuuuchos meses en mi primer postparto no son necesarios hasta que no te sube la leche, así que los dejé en casa. Pero la crema para las grietas me vino fenomenal porque en ambas ocasiones la cosa no llegó a mayores pero a punto estuvo. A pesar de todo, creo que más que la Purelan, lo que me curó fue la subida de la leche, que me reblandeció las costras que empezaban a formarse mientras mis lechoncillos succionaban el calostro.

Y las bragas desechables. Qué gran invento. Sangras como una cochinilla los primeros días ( o semanas) y bastante ropa hay que lavar ya como para andar frotando bragas. Así que bienvenidas bragas de celulosa. Un paquete para el hospital.

Una botella de agua y a cerrarla. Y esperar el gran día. He de decir que te da tiempo de sobra para prepararla cuando llega ese día. A mí me hubiese dado tiempo a llegar andando al hospital, volver a casa y llamar un taxi. Pero mejor dejarlo listo, que el día D bastante nerviosa se pone una.


lunes, 2 de mayo de 2016

El artículo

Hace ya unos cuantos lustros que dejé de celebrar Días de madres, padres y espíritus santos. De San Valentín no me apeé porque nunca lo tuve en consideración. Rebelde que era una.

Ahora, visto desde el otro lado, he de decir que las manualidades que me hacen las profesoras de mi primogénito, ayudadas por él en cada vez mayor medida, me hacen ilusión e incluso me conmueven. No tengo que esforzarme mucho en reforzar su autoestima ante sus dotes creativas porque ya se encarga él de explicarme lo bien que lo ha hecho y cómo ha escrito ese te quiero con la inconfundible letra de su tutora. Se lo agradezco mucho a ambos.

Yo también soy de las que creen que el amor materno-filial se debe repartir entre todos los días del año, y prefiero un beso diario (o unos cuantos) a una caja de bombones el primer domingo de mayo.

Por eso empecé a leer el artículo de Elvira Lindo asintiendo, algo extrañada, porque precisamente sus últimos artículos (bueno, los que he leído yo, que confieso que quizás no son todos los que quisiera, mi tiempo es limitado para entregarme a placeres como el de la lectura, muy a mi pesar) versando sobre el tan manido tema de la maternidad me han dejado un sabor agridulce.

Si mal no recuerdo, y como explica en su novela Lo que me queda por vivir, ella se estrenó en esto de la maternidad en los ochenta y con veintipoquísimos años. Una valiente. Y muy diferente a las circunstancias en las que estrenamos maternidad las españoles que tenemos, más menos, la edad de su hijo.

Quizá el hecho de retrasar esa maternidad hace que ésta tome mayor conciencia. Quizá sea la moda de la crianza natural. Quizá ahora magnifiquemos nuestras acciones. O puede que nuestras madres, esas que tuvieron que enfrentarse a una crianza y una educación impregnadas de machismo, empezar a trabajar tras unas cuantas generaciones de mujeres amas de casa y enfrentarse a formar familias, llevar hogares y seguir metidas en el mercado laboral cuando lo de la conciliación ni se mentaba, no tuvieron tiempo (ni ganas, supongo), de complicarse aún más dando nombre a formas de crianza ni discutiendo con pediatras si era mejor o peor la leche de fórmula.

Treinta años más tarde la sociedad ha cambiado. Menos mal. No tanto como debiera, pero algo hemos evolucionado. Ahora hay mujeres que pueden elegir, padres (pocos, todavía) que cogen excedencias y se implican en el cuidado de hijos y, sobre todo, ganas de compartir experiencias en redes sociales. No creo que haya muchos más cambios. Lindo asegura que la maternidad es muy vieja. Como la Humanidad misma. E incluso anterior, apostillo. No hemos inventado nada, ni somos mejores ni peores. Cada una lo intentamos hacer lo mejor posible, creo que esa es la máxima de la Maternidad. Y por eso sobran los juicios. Lo explica Cecilia Jan mucho mejor aquí.

Entregarse a la maternidad sin pausa ni tregua es una expresión muy desafortunada. Cada una cría a sus hijos de la mejor manera posible, cada una es la mejor madre que sus hijos pueden tener. Y puede dedicarle todo el tiempo que crea conveniente. No sé si a alguien se le ocurriría decir algo como entregarse a su trabajo de forma agobiante. Seguro que no se entendería la crítica porque cada una emplea el tiempo como considera mejor. Pues eso.


jueves, 28 de abril de 2016

Los piratas

Será por la pata chula de mi Peque, que sigue escayolado y de vez en cuando se señala la pierna enfadado y nos mira, imagino que preguntándose por qué tiene esa venda enorme. O lo mismo es el mayor, que de vez en cuando le da por alguna canción que escucha en algún sitio y lleva unos días cantando Piratas del Estrecho en gaditano puro, diciendo Estresho y enfadándose conmigo cuando le digo que se dice estreCHo.  Pero el caso es que tengo dos pequeños piratillas. Gamberros, ocurrentes e insomnes.

Estas últimas semanas estoy acusando el cansancio, la astenía primaveral. El fin de curso se acerca, empezamos a agobiarnos y a acumular trabajo y, con estas tardes infinitas de luz cada vez nos acostamos más tarde y dormimos menos.

Hace un año yo cuidaba full-time de mis pequeños piratas. Estaba con ellos casi todo el día, preparaba la comida, pasaba la aspiradora con menos frecuencia de lo deseable y me echaba la siesta menos rato del que me gustaría. Ahora me parece algo lejano y pretérito.

Vivo angustiada, lo reconozco, pensando si mi Peque se pondrá otra vez malo cuando lo recoja de la guarde. Si caminará bien cuando le quiten la escayola. Qué ganas tengo de que llegue el verano, se vayan los virus y nos den vacaciones. Y tengamos mucho tiempo para estar juntos, para descansar, para coger fuerzas e inmunizarnos.

Cuando volvamos en septiembre tendré a dos niños de cuatro años largos y casi dos. Dos amigos que jugaran juntos. Y se pelearán. Como hacen ahora mismo, tirando cada uno de un extremo del mismo juguete.  Mis dos piratillas.


miércoles, 20 de abril de 2016

El Quijote

El sábado se celebra el Día del Libro y en mi Instituto, como en miles de centros educativos, hay actividades programadas. Hoy hemos tenido un recital de poesía en homenaje a Lorca y en el Departamento andamos leyendo poemas y cuentos que han escrito los chavales para participar en un certamen literario.

Pero lo que más me está sorprendiendo este año son los festejos en el cole de mi hijo. Hace unas semanas cogió su cuento de El Quijote y lo llevó a clase porque, me dijo, estaban aprendido eso. Como ya hemos leído a Cervantes varias veces ( no soy tan pedante, es un libro infantil que regalaron con un periódico hace unos años y que a Chicote le gusta bastante) no me extrañó que viniera hablando de gigantes, molinos y escuderos.

Sus profes les están hablando de la obra más universal de la Literatura para celebrar el Día del Libro. Esta semana no están echando siesta porque hacen actividades con niños mayores: les ayudan a completar la primera página del libro con palabras que recortan y pegan o colorean a los personajes principales.



Hoy, día lluvioso y gris, hemos pasado buena parte de la tarde jugando a los caballeros. El mayor, Don Quijote, con lanza y escudo. Y montado en su viejo correpasillos-Rocinante. El pequeño, Sancho Panza. Y yo, Dulcinea. Menos mal que El Padre de las Criaturas se ha ido al fútbol porque le tocaba ser molino de viento. Y Chicote no paraba de repetirle que se quedase quieto y moviese los brazos, que le iba a atacar...

Luego, en la bañera, me ha contado que Cervantes escribía con pluma y estuvo en la cárcel. Yo le miraba asombrada.... Es increíble la facilidad para aprender de los niños pequeños. Ha estado un buen rato jugando a escribir El Quijote (es que es muy largo, asegura) con un pincho mío del pelo. La cosa amenazaba con tornarse dramática cuando ha intentado llenar de tinta un tapón. Menos mal que hemos sacado la cena...

Como profe de adolescentes siento una punzadita de envidia ante estas pequeñas  esponjas que lo mismo te recitan los planetas del Sistema Solar que te cuentan que Dulcinea de verdad tenía la nariz torcida. Me cuesta mucho más (a veces infinitamente) que mis alumnos se interesen una centésima parte por algo. Va con la edad, claro, pero es emocionante verlos así de entusiasmados. Y más con algo que a mi también me entusiasma y que le puedo contar.

Cuando, dentro de una década y si las Leyes Educativas no acaban de cargarse la Liteatura, mis hijos estudien a Cervantes, espero ver un mínimo reflejo de la ilusion que tenían hoy peleándose por ver quién montaba en Rocinante y se quedaba con la lanza. Pienso recordárselo....

domingo, 17 de abril de 2016

La escayola

Con la ganas que tenía yo de que mis pequeño se soltase a andar. He retrasado tanto esta entrada y así seguimos.... Hace un mes lo recogí de la guarde y empezó a quejarse de la pierna. Si ha estado toda la mañana caminando, me dijo su Profe. Me pareció que le dolía la espinilla derecha, pero es complicado estar seguro con un bebe tan pequeño. Lo llevamos a urgencias. Radiografía, no se ve nada y para casa. Se habrá dado un golpe, nos dijeron.

Al día siguiente seguía sin apoyar la pierna. Nos fuimos a otro hospital. Otra radiografía. Es la cadera, señora. Nosotros estamos convencidos de que le duele la la tibia.  Pero bueno, ellos son médicos.... Tercer día sin andar y tercer viaje al hospital. Un traumatólogo que se toma su tiempo. Deja que El Niño se calme, cuando coge confianza y para de llorar lo mira con tranquilidad. Le hace otra radiografía y, aunque asegura que no se ve claramente, él cree que tiene una fisura. Se le pasará. Cuando se vea sin dolor apoyará la pierna. No debemos preocuparnos. Nos cita para después de las vacaciones.

Efectivamente, Peque pasa unos días (que a mí se me hacen eternos) sin caminar. Poco a poco va apoyando la pierna y sujetándose. En la revisión dice que todo va según lo previsto y nos cita para quince días más adelante. Cuando le llevamos, este lunes pasado, el niños lleva doce días andando
solito. Casi corriendo. Nos atiende otro médico (el cuarto?) Le pide tres radiografías más. En rayos le hacen una porque creen que lleva demasiadas, pero el trauma insiste y acaban haciéndole las tres placas. Se ve una fractura en la tibia derecha, cerca del tobillo. Aunque el jefe de rayos, que ya se ha hecho amigo nuestro, nos asegura que no hay problema porque los huesos de los niños curan rápido y que no le mandarán nada, el trauma le pone una férula hasta la ingle. Tres semanas así.

Conclusión. Los médicos son personas, y tienen criterios y opiniones diferentes. Y distintos grados de empatía, eso está claro. Yo me llevé un buen disgusto el lunes, sobre todo cuando dejé al Peque en el suelo y empezó a llorar señalándose la pierna. Nunca había visto escayolado a un niño tan pequeño. No sé si enfadarme porque mi niño ha estado casi cuatro semanas con una fractura sin que nadie le vendase o porque ahora caminaba ya y me lo han vendado. Más de tres semanas, por cierto.

Desde luego, ojalá esto sea lo peor que le pase. Pero, cuando le veo arrastrando la pierna al gatear, o poniéndose de pie, dando tres pasitos y resbalando, a mí se me escapan las lagrimillas.  Se ha acostumbrado casi mejor que yo, se ríe al golpear el suelo con la escayola y hacer ruido y se arranca los trozos de algodón que se le salen del vendaje. Pero no puede ir a la guarde y, si no fuese por mí madre, no sé qué haría tanto tiempo.

Tampoco sabré nunca cómo se ha fracturado la tibia. Otra preocupación. Otra intranquilidad. No me creo que mi hijo se cayese, llorase y nadie se diese cuenta. Yo me rompí el cuboides hace unos años. Y me dolió mucho. Como para llorar. Y se me puso el tobillo que no un elefante. A mi Peque no se le hinchó. Un misterio.

Mi chiquitín, que es un niño tranquilo, que se porta fenomenal y que no da guerra, ha pasado por un escáner de la cabecita y no sé cuántas radiografías de las extremidades inferiores. Una férula y un par de buenos sustos. Y lo que me queda... Qué ganas de que eche a correr. Ya me arrepentiré luego, porque lo único seguro es que ese deseo se me cumplirá más pronto que tarde....




miércoles, 13 de abril de 2016

Los exámenes

Iba a titular está entrada La derrota, pero me lo he pensado mejor. No es una batalla. No estoy perdiendo. Es cuestión de prioridades. Y es hora de tomarme un respiro.

Hice tres exámenes en febrero. Cuando salí del primero, tras una noche casi en blanco, cuarenta minutos de coche y un par de vueltas para aparcar, sumado todo esto a la escasez de reflejos que provoca la falta de sueño, me sentía extrañamente feliz. Había sido capaz de presentarme, había aprendido algunas cosas, había estudiado después de unos cuantos años. Subidón de oxitocina.

Hice otros dos. Y saqué tres notables. Me sentí muy orgullosa y a mi autoestima de madre sin tiempo ni para peinarse le vino genial. Había sido capaz de toda una proeza, sacar tiempo (todavía no sé de dónde) y hacer algo diferente, algo para mí. Era casi poderosa. Un proyecto de  Súper Woman.

Empecé el segundo cuatrimestre con fuerza. Primeras semanas subrayando apuntes antes de acostarme y leyendo libros en la cama. Todo bajo control, pensando en que ya había demostrado de lo que era capaz.

Pero cualquiera con niños pequeños sabe lo difícil que es hacer planes. Volvieron las largas esperas para que se durmieran. De repente abría el ojo y me encontraba en la cama, sin cenar y vestida. Me había quedado dormida esperando que mis pequeños hicieran lo propio. Tenía ganas de todo menos de abrir un libro.

Luego han vuelto los virus. El cansancio. Visitas a urgencias. Algo de trabajo.

Y me he dado cuenta. Me quedan dos meses en los que tengo que trabajar, dormir algo (o al menos intentarlo, que hoy son las cinco menos cuarto de la mañana y no parece que vaya a poder descansar más), poner lavadoras, preparar comidas y, sobre todo, estar con mis niños. Jugar con ellos, dar un paseo o bajar al parque.

No voy a hacer exámenes en junio. Bueno, quizás uno. Pero sin presión. A lo que llegue he llegado. Y no pasa nada. Ya lo intentaré más adelante se nuevo. Hay que priorizar. No es una derrota. Estoy cogiendo fuerzas. Volveré.


viernes, 8 de abril de 2016

El sillón

Desde que retomé el trabajo, hace ya tres meses, no he vuelto a hacer varias cosas.  Cosas aparentemente insignificantes, pero que, tras un trimestre, se echan en falta.

Desde enero no veo la tele. No lo digo por decir, no me he sentado a ver ningún programa. De refilón dibujos animados,claro. A veces hay puesto un partido de fútbol y yo comparto el salón. Pero ponerme delante de la caja tonta con el mando en la mano, eso no lo hago desde las vacaciones de Navidad.

El sillón es otro viejo amigo del que me he despedido este trimestre. Los fines de semana nos echamos la siesta los niños y yo pero ya. No he vuelto a tumbarme en un sillón. Ni un minuto. De hecho, sólo me tumbo cuando voy a dormir. Bueno, a veces aprovecho y, si estoy jugando con los peques, me tiro al suelo un momentito. Pero lo normal es que se me suba un niño encima o el otro comience a darme cojinazos muerto de risa conminándome a que me incorpore. Hala, se acabó el relax que proporciona la horizontalidad.

Cenar también es un lujo. Mis querubines tardan en dormirse. Que le vamos a hacer. Yo me echo en la cama con el mayor y, he de confesar, me duermo antes que él casi a diario. Un ratito antes, mientras recojo los restos de sus cenas, pico algo, pero cuando me despierto y compruebo que mi primogénito está frito tengo más sueño que hambre y acabo comiendo algo de prisa y de pie. Así estoy, que parezco el espíritu de la golosina...

Echo de menos sentarme un ratito por las noches, antes de acostarme, con El Padre de las Criaturas y hablar de algo de adultos o ver algún trozo de alguna serie. Lo de estudiar comienza a parecer una utopía, casi tanto como volver a dormir del tirón antes de los cuarenta. De los cuarenta míos, espero no tener que esperar a los de mis hijos....

A pesar de eso, no me puedo quejar. Estoy contenta en el trabajo, mis pequeños van felices al cole y a la guarde y tenemos largas tardes que pasar juntos. Ya tendré tiempo de leer algún libro este verano.... O el que viene....

martes, 29 de marzo de 2016

El amor

Cuando me pusieron a mi niño encima, después de un parto que se me antojó eterno, un pequeño interruptor se activó en mi mente. Ese bebé redondito, con los ojos abiertos y la boquita aleteante me enamoró absolutamente. Oxitocina, hormonas, instinto, no sé qué fue.

A pesar del cansancio, de las ojeras, de los miedos de madre primeriza, de la tripa en forma de globo deshinchado en todas las fotos de esos primeros días estoy sonriente, casi radiante, mirando con absoluta adoración a mi bebé. Me encantaba estar con él y sentía casi dolor físico al pensar en la separación.

El Padre de las Criaturas y yo pensábamos a menudo, antes de que los niños nacieran, en hacer algún viaje cuando fueran un poco más grandes, y dejarlos al cuidado de los abuelos un fin de semana. Ahora sería incapaz de coger un avión y separarme unos cientos de kilómetros, aunque veo el momento algo más cercano...

Desde entonces he pensado muchas veces que ese amor maternal debe acabarse en algún momento. No me refiero a que se deje de querer a un hijo, claro que no, pero de verdad pienso que según van creciendo los hijos el cariño es diferente, supongo que como en las relaciones en pareja, el enamoramiento loco del principio va dando paso al cariño profundo. Esa necesidad que te une al recién nacido, esa dependencia que tiene de ti va mermando e, imagino, también ese amor loco que te hace salir del sueño más profundo en cuanto tu criatura respira una vez más fuerte de lo normal.

Hay veces en que me pregunto qué hacen mis niños por las mañanas. A qué dedican exactamente las horas de guarde o de colegio, mientras yo trabajo. Lo pienso con una punzada de dolor, cada vez más leve, sí, pero que continúa. Mis pequeñines creciendo, descubriendo y, quién sabe, puede que llorando a ratos con mamá lejos.

Esta semana leía las declaraciones de una famosa presentadora que aseguraba que (cito de memoria), aunque tuviese hijos, nunca podría quererlos como a su pareja, porque los hijos crecen y se van. Pues creo que tiene parte de razón. Sólo parte. Yo a mis hijos los quiero mucho más que a nada en el mundo. De una manera diferente a la que quiero a ninguna otra persona. Es complicado de explicar, pero imagino que es el instinto de protección que se tiene ante un ser desvalido, que depende de ti y a la vez te quiere con una entrega ciega y total. Pero también es verdad que mis hijos no estarán aquí siempre. Tiene que hacer su vida. Yo estaré siempre para ellos, pero ellos dejarán de necesitarme tanto y me querrán también de otra forma. Es lo deseable, y creo que será bonito ver como crecen, como cambian, como se desenvuelven en la vida.

Hablar con los adultos que serán y vislumbrar a los niños que han sido. Un trabajo precioso.


jueves, 24 de marzo de 2016

La gastroenteritis

Esto me pasa por intentar hacerme la graciosa. Ay, los vómitos, qué ocurrente. Pues llega el karma y se toma su venganza. Ni fría ni leches, bien calentita.

El sábado, después de cenar pizza para deleite de mi Chicote ( y del pequeño, que sigue sin comer
pero roía los bordes como un ratoncillo) y acostarnos, empezó el espectáculo. El niño comienza a retorcerse en sueños. Le duele la tripa, dice. Se despierta. Llora. Le siento en el váter, le hago masajitos. Nada, sigue sollozando. Cuando parece que se calma un poco y se queda frito, su cabecita pegada a la mía, una arcada le hace incorporarse y sale la primera remesa. Lo cojo en volandas y lo pongo en el suelo. Cuando veo lo que sigue saliendo de esa boquita me arrepiento. Ahora tengo que cambiar las sábanas, funda del colchón y lavar cortinas y barrera de la cama. Y, ¿qué es lo que tengo en el pelo? Sí, tropezones. Nada, a lavarme la melena a las tres de la mañana.

La escena se repite otras cuatro veces. Mi niño está hecho un asco, aunque se empeña en asegurar que no está malito, solo ha "gomitado". A las cuatro y media comienzo yo. Menos mal que tengo mejor puntería y soy capaz de llegar al baño las tres veces.

A las seis de la mañana, después de poner dos lavadoras, lavarme el pelo en el lavabo porque en la bañera está la barrera de la cama, fregar el suelo y tratar de echar un sueñecito con un ojo abierto por si a mi Chicote le diera por vomitar otra vez, decido que nunca más comeré pizza. Mi teoría de la expansión de la comida es cierta. En los dos pedazos que se comió mi hijo NO había tres docenas de aceitunas negras, que son las que he recogido yo del suelo.

El domingo amanecemos hechos un asco. Sobre todo yo, que los años no perdonan y cuesta más recuperarse. He descubierto una ventaja de tener hijos varones: no hay que sujetarles el pelo mientras vomitan. El Padre de las Criaturas comienza a pensar que nuestros virus estomacales son una confabulación Judeo-masónica para no irnos de viaje a su tierra. Con las ganas que tengo yo de visitar a su enorme familia...

De todo se sale y tras una noche de sueño profundo y la inestimable colaboración del ya citado Padre, que baña a las criaturas sin despertarme y se encarga hasta de descolgar las cortinas, el lunes pudimos salir de viaje. No vomitamos ni una vez en casi seiscientos kilómetros de camino. Eso sí, el Padre amaneció el martes con el estómago del revés....


sábado, 19 de marzo de 2016

Las urgencias

La sala de espera de las urgencias de una unidad de pediatría es un espacio difícil. Las paredes están decoradas con dibujos infantiles, los colores son alegres y las enfermeras te reciben con una sonrisa (casi siempre) Pero hay algo descorazonador y amenazante que flota en el ambiente.

La mayoría de las visitas son breves y acaban con una receta de dalsy o unos sobres de suero. Pero cuando cruzas la puerta para entrar siempre te acompaña una extraña inquietud.

Los niños se ponen malos cientos de veces. Mocos, tos, vómitos, fiebre. A veces todo junto. Y caídas. Golpes. Es normal. Forma parte de proceso, tienen que inmunizarse, que fortalecerse y que caerse para aprender a levantarse.

Pero qué malos ratos. Cuando ves a un pequeñín a tu lado con carita de pena, con ojos llenos de lágrimas y nariz llena de mocos. En body para que le baje la fiebre, chupando una jeringa llena de suero o con una bolsa de hielo para que le baje la hinchazón del último golpe. Esbozas una sonrisa de comprensión a su madre, abrazas a tu pequeño más fuerte, piensas que qué suerte que al tuyo no le pase eso. O que ojalá fuera eso lo que le pasa y no esto que tiene. Miras de reojo el reloj calculando el rato que te queda para que os manden a casa.


Dentro de unos días te acordarás con una sonrisa. Qué mal rato, y al final no era nada. Ojalá lo podamos decir siempre.

Por cierto. Qué bien nos trataron los traumatólogos de urgencias del Gregorio Marañón. Qué gente tan encantadora, paciente y profesional. Daban ganas de darles un abrazo. Pero a ver si tardamos en volver a verlos....

Los vómitos

De entre las pequeñas enfermedades que los niños pasan varias veces al año, quizá una de las más molestas sea la gastroenteritis. Más que la gastroenteritis en sí, los vómitos.

De esas boquitas preciosas y diminutas salen disparados vómitos de olor nauseabundo y peor pinta. A chorro. En todas direcciones. Como si no hubiera un mañana.

Si estás de suerte el niño (bebé en este caso) será un lactante y los vómitos se presentarán blanquecinos con olor a leche cortada no del todo desagradable. Si el niño es tragón y ya ha comenzado la AC prepárate para recoger vómitos a cucharadas. Literal. Parece mentira que tras la ingesta la comida se expanda tanto. De un cuenco de puré salen toneladas de vómitos. Comprobado.

Las lavadoras a medianoche o las fregonas que llegan a todos los rincones del hogar se convierten en tus aliadas. Porque, por mucho que tengas preparado el barreño, por muy absorbentes que sean las toallas con las que cubres la cama, el vómito llega a todos los rincones. TODOS. Y sigue oliendo al día siguiente.

Cuántos pijamas necesita tu retoño? Puede que te apañes con dos o tres por temporada hasta que los vómitos hacen acto de presencia. Porque otra de sus cualidades es que la noche es su hora favorita. Su aparición estelar tendrá lugar en mitad de tu sueño más profundo. Y no importa el tiempo que esperes, en el momento en que, convencida de que tu hijo ha echado hasta la última papilla, le cambies el pijama, el vómito volverá con mayor virulencia. En esta segunda tanda ya no será tan aparatoso pero ten por seguro que habrá una tercera, cuarta y  puede que quinta repetición que sólo servirán para que tengas que volver a cambiar a tu hijo de ropa.

Y si hay alguien riendo que piense que tengo al pequeño con gastroenteritis. Hoy he puesto tres lavadoras. Y no me hace maldita la gracia...

domingo, 13 de marzo de 2016

Las comparaciones

Cada niño es distinto. Tiene sus ritmos y avanza de forma diferente a los demás. Incluso los hermanos criados de la misma forma y receptores de los mismos estímulos. Mi Chicote estuvo desdentado hasta los diez meses. Yo estaba preocupada, pensando que mi pobre niño sería el primer bebé del mundo con dentadura postiza. Pero no, los dientecillos acabaron aflorando.

Con año y medio mi primogénito apenas articulaba media docena de palabras. Cuándo hablará? Me preguntaba día y noche. Y a los dos años, seis meses después, ya manteníamos conversaciones.

Mi Peque se ha lanzado a andar ahora, con quince meses. Llevaba muchas semanas levantándose sin apoyo y dando pasitos, pero sólo en casa. Y, de repente, los pasitos se van alargando y el niño camina.

Todos los niños acaban hablando, andando, comiendo y haciendo pis en el váter. Unos antes y otros más tarde, pero con catorce años ninguno come puré ni lleva chupete.

Tengo un vecino de esos que hace de la competición su forma de vida. Desde hace meses cada vez que nos cruzamos, me pregunta insistentemente si mi niño ya camina. Él tiene uno cinco meses menor y debe estar deseando que le adelante.

Cuando esta semana lo vio caminar solito me preguntó - Pero, llevará andando así ya cuatro o cinco meses, no?

Qué va! Lleva así desde que nació!!- Tenía que haberle contestado yo...

Una conocida estaba harta de encontrarse con un abuelo que le preguntaba insistentemente por el peso de su hija. Contestase ella lo que contestase, él siempre decía lo mismo: Uy, tan poquito? Mi nieta es de la misma edad y pesa mucho más!! Se te está quedando muy pequeña!!

Cansada ya, un día en que el orgulloso abuelo le enseñó una foto de su nieta, la madre no pudo morderse la lengua y dijo: - Sí está grande, pero mi niña es mucho más guapa! (Lo cual, por cierto, era verdad)

Las comparaciones son odiosas, dice el refrán. Y, sobre todo, innecesarias. Ese dato que señala el ojo inquisidor seguro que es de sobra conocido por el ya estresado padre, que ve que su hijo se sale de la estadística por algún lado.

Qué tontería tan grande establecer competiciones. Nunca contestaría a una madre que me dice lo chiquitín que está mi niño que es normal, porque yo también estoy mucho más delgada que ella. Y alguna se merece tal contestación, desde luego.

Luego nos extrañamos de que los niños no acepten al diferente. De algún lado aprenderán....


sábado, 12 de marzo de 2016

Las alegrías

Estaba en el primer trimestre de mi primer embarazo. La noche anterior había ido a cenar con El casi Padre de la Criatura y los futuros Tíos Molones. Se acercaba la Navidad y al salir del restaurante y sortear las atestadas calles adornadas del centro recibí un mensaje. Era de un ex alumno que me decía que su padre había fallecido.

Al día siguiente me acerqué al tanatorio. Hacía un día precioso, era un domingo soleado y casi caluroso de diciembre. Aparqué un poco lejos porque el Atlético jugaba a las doce y las calles que rodean la Pradera de San Isidro estaban llenas. Di un breve paseo mientras cogía aire. Era la primera vez que iba a ver a mis alumnos desde septiembre, cuando cambié de centro. No era el mejor momento, claro, pero me hacía mucha ilusión darles un abrazo con mi bebé entre medias.

A Manolo, que así se llamaba el padre, lo conocía poco en persona pero bastante por su hijo. Enfermó unos pocos meses antes, y desde el principio sabían que le quedaba poco tiempo, aunque él se resistía a aceptarlo. Lo vi en junio, en el estreno de una obra de teatro del instituto. Me impresionó, estaba muy delgado y débil. Al saludarlo le palpé los huesos del hombro. A él, un señor alto y fuerte. Cuando se dio la vuelta su mujer se echó a llorar intentando explicarme la situación sin palabras. Me fui del teatro hecha polvo.

Abracé a los alumnos, chicas casi todas. Me abrazaron y me tocaron la barriga. Me pidieron que si era una niña llamara a mi bebé como ellas. Yo sabía que iba a ser un niño, aunque ninguna ecografía me lo había confirmado, pero las sonreí. No estaría mal que mi hipotética hija se les pareciera un poco.

Al entrar a ver a la madre me dijo, sollozando y abrazándome:
-Saber que estabas embarazada fue su última alegría.

Cuando tienes un hijo tu relación con otras personas cambia. De repente te sientes más unido a otras padres, a los tuyos propios, y, sin que signifique nada, puede que te cueste más encontrar tiempo para quedar con viejos amigos.

Pero, sobre todo, te das cuenta del cariño que te tiene otra gente. Gente que te llama para preguntarte por los niños cuando saben que están malitos, que se acuerda de felicitarlos por su cumpleaños o se preocupa cuando vuelven al colegio tras las vacaciones.

Manolo tuvo un solo hijo, ya mayor. Lo quería muchísimo e, imagino, se alegró porque sabía que su hijo me tenía mucho cariño, igual que yo a él. Y sabía que yo ahora iba a ser mamá, y a querer a mi niño como él quería al suyo.

Mi hijo, que sin nacer ya fue capaz de dar alegrías a personas a las que, desgraciadamente, no pudo conocer.

sábado, 5 de marzo de 2016

El veintiséis

Por alguna razón que desconozco a mi hijo mayor le encanta el número veintiséis. No cumplimos años ese día, ni tenemos (ojalá) esa edad. Pero le ha dado por eso igual que le dio por ver doscientas veces Buscando a Nemo o por llevar a todas partes un Rayo MacQueen de los chinos.

Chicote explica, entre grandes aspavientos, que quiere invitar a su cumple a veintiséis amigos (lo dice vocalizando mucho y abriendo los brazos: VEINTISÉIS). O que había muchísima gente en el parque:  Veintiséis personas.

Ayer, cuando volvíamos de la compra, nos dijo que quería que fuésemos veintiséis.
-Quiénes?
- Pues nosotros, veintiséis de familia.
Cualquiera se pone a explicarle a la criatura que, o tengo media docena de partos de lo más múltiple o no me da la edad reproductiva para tener dos docenas de hijos. Sobre todo con estas lactancias tan prolongadas a las que someten mis vástagos.

-Hijo, veintiséis no caben en el coche.
- Pues compráis uno más grande, tan grande como Hulk y Godzilla.
Como ven es difícil hacer entrar en razón a un niño de tres años.
- Pues tendrás que compartir tus juguetes con veintiséis hermanos.
Ahí ya se va haciendo silencio. Menos mal.
Parece que veintiséis empiezan a ser muchos. Aunque ya saben, donde caben dos....

miércoles, 2 de marzo de 2016

El reparto

Podría hablar del desgobierno en el que vivimos desde hace más de dos meses, pero intentando enterarme de los entresijos de posibles pactos para formarlo, he hallado esto. Es un artículo titulado El permiso de paternidad recogido en el pacto indigna a las expertas. Lo leo y, aunque no me queda claro quiénes son las expertas, reflexiono.

Antes de ser madre yo creía que sí, que los padres debían tener el mismo tiempo de permiso que las madres, y dividir el cuidado del recién nacido. Ahora no lo veo tan claro.

Cuando tuve a Chicote me dejaron un libro de Carlos González. Me llamó mucho la atención que, en caso de divorcio, el famoso pediatra se mostrase absolutamente en contra de la custodia compartida. Decía (cito de memoria) que un niño pequeño no debe separarse de su madre en fines de semana alternos y equiparaba al padre casi con un desconocido. Reconozco que me escandalizó un poco, pero luego me hizo hasta gracia.

Creo que mis bebés no han tenido la misma relación conmigo que con su padre. Cuando crecen cambia, pero al nacer han estado más apegados a mí. Normal. Yo les he alimentado y he pasado con ellos mucho, muchísimo más tiempo que su padre.

Ahora hace falta preguntase el porqué.  Con mis hijos tengo claro que la lactancia materna ha sido fundamental en ese apego hacia su madre. Y eso me temo que no lo puedo  repartir. Si El Padre de las Criaturas hubiese tenido más días de permiso o su trabajo le hubiera permitido coger una excedencia quizá hubiera sido distinto.

En mi caso tengo suerte, los funcionarios no tenemos muchos problemas a la hora de ausentarnos sin cobrar (cobrando ya es más difícil, aunque penséis que no)

¿Qué hace falta en este país para que la conciliación sea posible? Pues tres o cuatro cosas fundamentales. Aumentar el permiso de paternidad es una. Y urgente. Quince días son irrisorios.

Pero aumentar el de maternidad es otra urgencia. En las clases preparto se hartaban de decirnos que la OMS aconseja lactancia materna exclusiva durante seis meses. Pero si a las dieciséis semanas hay que volver al tajo a mí lo me salen las cuentas.

Y si das biberón es más de lo mismo. Un bebé de menos de cinco meses es tan pequeño que separarte de él ocho o diez horas diarias da hasta vértigo.

Racionalizar los horarios es otra historia. Y ya no hablamos sólo de bebés lactantes. Tener niños en edad escolar y jornada laboral de nueve a ocho es más complicado que cuadrar diputados para votar investiduras.

Y hay otra cosa que se nos olvida. Criar niños no es alejarte del mercado laboral, no es perder oportunidades, no es dejar de lado nada. Criar hijos es necesario, es fundamental. Es uno de los
pilares de nuestra envejecida sociedad. Cuando las españolas tenemos a nuestro primogénito entrada la treintena no sabemos si volcarnos en su cuidado, absorbidas por esa nueva vida que de pronto llena la nuestra, si intentar seguir más o menos como antes o convertirnos en Wonder Woman y trabajar, ocuparnos de los niños, tener vida social y salir de casa peinadas todas las mañanas. De recuperar la figura no hablamos porque con tanto trajín lo normal es que nos falten unos cuantos kilos.

Quizá con un permiso de maternidad algo más largo para ambos progenitores y, sobre todo, con la posibilidad de decidir cuándo volver al mundo laboral sin que nadie nos juzgue por ello tendríamos una mayor calidad de vida. A mí ( y seguramente a otras mujeres pero no a todas) me ha encantado quedarme en casa con mis niños un añito entero. Lo necesitaba. Y no lo cambiaría por nada, ni se lo hubiera cedido a mi pareja. Aunque hubiese sido genial que él se hubiera podido quedar con nosotros una temporada.

Sobre todo eso. Que podamos decidir. Para todo.

sábado, 27 de febrero de 2016

Lo injusto

Hay días en que el estado de ánimo se corresponde con el tiempo. Ayer llovía, hacía viento y mucho frío. Un día feo, gris, de invierno.

Una compañera y amiga me contó una historia terrible. Terrible de las de verdad, de las que dan miedo. Su hijo, que vive fuera y que espera un niño, se operó de apendicitis de urgencia hace un mes. Unas semanas después lo llamaron para decirle que habían encontrado células cancerígenas en el apéndice extirpado. Ahora toca hacerle pruebas para ver de dónde vienen. Tiene veinticinco años. Yo no sabía qué decirle, cómo animarla. Qué dura es la vida a veces.

Un rato después llamaba a la familia de uno de mis alumnos, que lleva varios días sin venir a clase. Su padre me cuenta con voz entrecortada que le acaban de diagnosticar principio de esquizofrenia. Con dieciséis años.

Son tantas las veces que nos preocupemos por cosas tan banales. Tantos días desaprovechados lamentándonos por problemas que no son tales, dando vueltas a desvelos que carecen de importancia.

La vida a veces nos recuerda de forma cruel que estamos perdiendo el tiempo. Que cualquier tarde jugando con tus niños puede ser la mejor de las tardes. Que no hace falta enfadarse porque el suelo esté lleno de migas. Que no merece la pena perder la paciencia tras una noche en blanco. Porque hay noches en blanco que de verdad pueden ser aterradoras. Ojalá se acaben pronto y las recordemos como un mal sueño.

lunes, 22 de febrero de 2016

Los alumnos

Cuando eres madre es fácil sentirte orgullosa. Esa pequeña criatura es fruto de tus cuidados, de tus desvelos y muchas de las cosas que vaya haciendo las habrá aprendido de ti. Mucho te reías de aquellos padres primerizos absortos ante los primeros balbuceos, pasos o cucamonas de sus pequeño y ahora es a ti a quien se le cae la baba.

Pero yo llevo ventaja. Estoy muy orgullosa de mis pequeñines, claro, pero llevo años sintiendo orgullo por otros chavales. A esos no los he criado yo, pero he formado una (mínima) parte de su educación y con eso me basta para estar orgullosa.

He tenido, en esta década larga que llevó dedicándome a la enseñanza, un buen puñado de alumnos estupendos. Estupendos de verdad, aunque algunos no fuesen los estudiantes más brillantes ( que los he tenido, también) Chicos y chicas especiales, cariñosos, solidarios, valientes, agradecidos, inteligentes. Incluso guapos. Los mejores.

Tengo suerte. A veces, cuando despido uno de esos grupos estupendos, esos que sé que voy a echar de menos, pienso que esto se acaba, que no tendré a otros como esos. Pero al cabo de un par de cursos me encuentro con otra clase de las que merecen la pena, de esas que te reconcilian con tu profesión.

He tenido tres grupos a los que recuerdo con especial cariño. De uno de ellos fui tutora dos años y para mí son muy importantes. Mantengo el contacto con algunos y me da mucha pena haberlo perdido con otros. Son geniales, cada uno con su historia, muchos podrían protagonizar una novela. Y aún son adolescentes (cada vez menos, me hacen mayor!)

Cuando me despedí de ellos porque cambiaba de centro me hicieron una fiesta. Yo les había leído unos poemas de despedida la última clase y, para romper un poco el ambiente melancólico que se estaba creando, bromeé pidiéndoles un comentario de texto de los mismos. Ellos me devolvieron la broma escribiendo cartas preciosas, que guardo como un tesoro y que me entregaron como si fueran un trabajo escolar.

La semana pasada una de esas alumnas volvió a España desde su país y, en la semana que estuvo aquí me hizo una visita a casa con otras compañeras. Es complicado explicar lo que significó para mí esa visita. Me hizo sentirme muy orgullosa.

Así que espero que cuando mis pequeños tormentos lleguen al instituto alguien les tenga el cariño que yo siento cuando pienso en mis viejos alumnos. Algunos ya amigos.


martes, 16 de febrero de 2016

La vuelta

Llevo algo más de un mes trabajando. Seis semanas de carreras matinales, de lloros en la puerta del colegio y de virus de guardería. Casi no me acuerdo de la feliz tranquilidad en la que he vivido los casi catorce meses anteriores.

Cuando me incorporé con mi hijo mayor tras la excedencia me costó un triunfo. Ya he contado que lo pasé muy mal. Los meses más duros de mi vida, sin dormir, con mi niño llorando, sintiéndome culpable y preguntándome por qué no estaba en casita con mi pequeño.

Posiblemente tendría que haber aguantado un poco más, alargar ese permiso y esperar a estar más preparada, a tener ganas (aunque fueran unas pocas) de volver a la rutina.

Esta vez ya lo tenía interiorizado. Sabía que iba a ser duro, ya pasé por lo mismo. Mi hijo mayor ya estaba en el cole unas cuantas horas diarias y el pequeño no comía pero se sociabilizaba bastante. Y yo... Me habían dejado un buen horario, grupos fáciles y, aunque no del todo, me sentía más preparada que hace dos años y medio. La experiencia, supongo.

Aquí estamos. Con El Padre de las Criaturas viajando mucho. Con unas mañanitas que son una auténtica contra reloj. Con mi Peque cogiendo virus como si no hubiera un mañana. Y con mucho sueño.

Y así, a lo tonto, resulta que queda un mes para Semana Santa. Que me voy organizando. Que he acabado los primeros exámenes de la UNED ( por si lo tenía bastantes complicaciones solita) y que mi Chicote se va haciendo a desayunar en el cole y no llora casi ningún día.

Yo tengo ojeras, duermo poco y me da la impresión de que mi vida se reduce a alumnos y mis niños. Pero voy viendo la luz al final del túnel. En un mes será primavera. Ya habremos pasado lo peor.

jueves, 11 de febrero de 2016

El viernes

Mañana es viernes, acaba otra semana. Mañana es viernes  y, aunque hoy duerma poco, tengo el fin de semana por delante para intentar echarme la siesta.

Mañana es viernes y puedo dejar a Chicote en el cole porque no tengo clase a primera hora. Mañana es viernes  y si Peque se pone malito (por favor, que no se ponga) al menos sé que estará conmigo.

Mañana es viernes y podemos acostarnos más tarde pero los niños están tan agotados que es el día que se duermen antes. Mañana es viernes y acabo la semana con mi peor grupo pero luego me voy a pasar dos días enteros con mis niños.

Mañana es viernes y a la vuelta habrá atasco. Quizás llueva. Seguro que me cuesta aparcar. Pero tengo dos días de desconexión antes de que comience otra fatídica semana de madrugones, pocas horas de sueño y carreras matinales.

Mañana es viernes y a mí se me había olvidado lo que es sentir que llega el fin de semana. Mañana es viernes y da rabia pensar que hay que pasar por cinco días de obligaciones para disfrutar de cuarenta y ocho raquíticas horas de asueto y descanso, ¿qué mente esclavista nos organizó así?

Mañana es viernes y el lunes me prometeré otra vez que tengo que aprovechar la semana y disfrutar todas las tardes, y no mirar el reloj, obsesionarse con el calendario, contar los días para las vacaciones.

Mañana es viernes y mi hijo mayor ya sabe que llegan dos días sin cole ni trabajo. Y se le hacen muy cortos.

Mi madre siempre decía que el jueves era su día favorito porque podía decir que mañana es viernes. Pues eso.



jueves, 4 de febrero de 2016

La casualidad

Fue con todo el asunto Bescansa. Leyendo un comentario a un artículo que hablaba sobre la iniciativa de llevar a su bebé al congreso, me encontré con un blog que me encantó. Sobre maternidad pero escrito con un indudable estilo literario que me era lejanamente familiar.

Leí unas cuantas entradas. Y entonces, de repente, lo vi. La autora participaba en una película. Y uno de los directores era Martín Garzo. Un escritor que me gusta y que me fascinó hace unos años por una novela, Historias de Marta y Fernando, que me quitó el aliento en un viaje en autobús por la carretera de Valencia.

La saqué de la biblioteca por el título, que lleva mi nombre, y la he intentando comprar muchas veces, sin éxito. Me gustaría releerla porque me removió. O quizá sea mejor mantener el recuerdo.

A lo que iba. Resulta que la autora del blog es hija del escritor. Lo más sorprendente es que yo no tenía ese dato. Tengo una memoria peculiar, y en mi base de datos particular figuran la fecha de nacimiento de todos cuantos me rodean. Escritores, cantantes o deportistas incluídos. Y alumnos, por cierto. Y sus familiares. Y no me constaba que Gustavo Martín Garzo tuviera una hija. Le hacía más joven. Estoy perdiendo facultades.

Ese estilo que me parecía reconocer era similar al de su padre. Una forma de escribir que se recrea, que relame las palabras, que cuenta como si estuvieras escuchando.

No he podido leer el blog entero, llevo un mes escasa de tiempo libre, pero me ha gustado mucho. Ha sido una casualidad de las que te hacen creer en el destino. Un paréntesis de la vorágine en la que vivo desde hace un mes.

Que se me olvidaba. Es este.

jueves, 28 de enero de 2016

Los virus

Ya verás el primer año de guarde, me decían cuando mi hijo mayor empezó la escuela infantil, se va a pasar la mitad de los días malito en casa.

Pues no. Mi Chicote era (es) duro y, aunque cogió sus cositas, tuvimos mucha suerte y puedo contar con los dedos de la mano las veces que se puso malito.

Ahora, que con el Peque la cosa ha cambiado. Además de la gastroenteritis de antes de Navidad, esa que comenzó con un golpe y que ha arrastrado casi un mes, en este 2016 y tras 14 días lectivos, mi chiquitín lleva ya dos virus. Una buena marca.

Hace dos semanas estuvo con fiebre, tos y mocos. Noche sin dormir, preocupaciones varias y un veredicto infalible de la pediatra:es un virus. Pues nada, le dejamos con la abuela (qué sería de nosotros sin ella?) y cuando se recupere volvemos a la guarde a esperar el siguiente.

Una semana tranquila y a la siguiente se repite la secuencia. Niño calentito por la noche y fiebre al canto al ponerle el temido termómetro. Llamada a la abuela y madre que se va al trabajo entre suspiros.

Es lo que toca. Meses durillos, de dalsy, mocos y noches sin dormir ( menos mal que a eso estamos acostumbrados) Está tarde toca pediatra. A ver si tardamos más de quince días en volver a visitarlo.

domingo, 24 de enero de 2016

La culpabilidad

Por volver al trabajo. Por dejar a los niños llorando. Por querer hacer cosas para ti. Por no tener más tiempo para ellos. Por estar deseando que se duerman. Por gritarles. Por no tener tiempo para tus amigas. Por querer tener tiempo para tus amigas. Por estar cansada. Por llegar al trabajo con la hora pegada. Por cenar de pie en cinco minutos. Por no organizarte. Por sentir que cuando llegas al trabajo llevas ya una jornada laboral encima y vas a estar unas horas un poco más tranquila. Por acordarte de que tus pequeños están con otras personas y no sabes qué están haciendo ni si están bien.

La culpabilidad, vaya sentimiento. No conozco a muchos padres que se sientan así cuando vuelven al trabajo, cuando dividen las horas del día entre las tareas por hacer y no les salen las cuentas. Imagino que con una baja paternal de dos semanas no da tiempo a plantearse nada de esto.

No llevo quince días trabajando y ya siento que no me llega la camisa al cuello. He pensado cien veces que tenía que haberme quedado en casa más tiempo. Y  otras cien que podía haberme incorporado antes y quizá todo habría sido más sencillo.

No hay respuestas ni soluciones. Siempre va a ser duro y vamos a seguir sintiéndonos culpables. Aunque intentemos hacer lo mejor, aunque lo hagamos lo mejor posible.

Ojalá en unos años sea un poco más fácil. Nos (ya les) enseñen que nuestras decisiones son válidas y no las cuestionen. Y nos dejen elegir. Pero, sobre todo, que se destierre esa culpabilidad que las mujeres cargamos como una losa. No somos perfectas. Ni falta que nos hace.

sábado, 23 de enero de 2016

Los desvelos

Desde que nació, mi Peque ha tenido una manera característica de torturar mi ya de por si maltrecha vida nocturna. El pobre no ha dormido mal, no tenía que pasearlo por el pasillo, cantarle durante horas ni mecerlo hasta desfallecer. Pero muchas noches, en uno de sus despertares, se desvela.

No llora, no berrea, no se queja. Pero pasamos entre una y dos horas despiertos. Casi todo el rato está tranquilo, en brazos, mamando a ratos y otros ratos mirándome, a punto de dormirse. Y yo observo el reloj por el rabillo del ojo, me cambio al niño de brazo, compruebo que no tiene fiebre, le toco el pañal a ver si está muy mojado.... Y me voy desesperando.

Cuento las horas que no voy a dormir esa noche, pienso en la ropa que tengo que planchar, en las clases que preparar, los temas que estudiar o la compra por hacer. Siento que al día le faltan horas y que yo pierdo muchas en las que ni siquiera me puedo tumbar a descansar.

Llevamos unas semanas en las que estos desvelos se han hecho casi habituales, a razón de dos o tres por semana. Ir a trabajar con tres horas de sueño es duro. Pasar la tarde con dos pequeñines que reclaman a su madre constantemente mientras ésta sólo puede pensar en echarse la siesta es horrible.

Qué ganas de que pasen los días, de que nos hagamos a los nuevos horarios, a las obligaciones y a las separaciones.

Me acuerdo de mi vuelta al trabajo con Chicote. Qué meses tan duros. Pero pasaron. Y volví a dormir. No mucho, pero sobrevivimos. A ver si pronto puedo volver a decir lo mismo.

Voy a seguir meciendo a la causa de mis develos. Que son casi las cuatro de la mañana.


jueves, 14 de enero de 2016

El congreso

Qué vergüenza, qué lamentable, qué bochorno. Qué machismo, más sangrante todavía cuando proviene de mujeres. Qué paternalismo.

Es increíble que hasta para criar a nuestros hijos tengamos que dar explicaciones.

Ayer Carolina Bescansa entraba en el Congreso con su bebé de seis meses. Lo hizo, explicó, para reivindicar el derecho de las madres a criar con apego, a decidir qué hacer con sus hijos. Para dar visibilidad. Qué falta hace.

Fue otra diputada, madre también, la que se acercó a recordarle que hay una guardería allí mismo. Y otra, que también fue madre durante el tiempo que duró su ministerio, la que criticó con dureza a Becansa.

Me pregunto si a esa ex ministra, o a la actual vicepresidenta en funciones, se les acercó alguien para recordarles que tienen derecho a unas ridículas dieciséis semanas de permiso de maternidad. Seis de ellas obligatorias, aunque la vicepresidenta decidiese no disfrutarlas.

Que los colectivos feministas pongan el grito en el cielo es ya un contrasentido. Cuánto tiempo vamos a tener que aguantar que nos digan cómo criar a nuestros hijos??

Por favor, basta de paternalismos. Las mujeres queremos decidir si nos quedamos en casa con nuestros niños, si los llevamos con nosotras o si nos incorporamos a nuestro trabajo a la semana de parir. Pero decidir lo que queramos, sin presiones. Y sin que nos juzguen. Que somos adultas.

Ojalá todas pudiésemos llevar a nuestros niños allá donde fuésemos. Mientras tanto, que lo hagan aquellas que puedan. Por todas las demás. Y, los que las critican, que sea para que las criaturas no tengan que escuchar estupideces como las que se escucharon ayer en el Congreso.

miércoles, 13 de enero de 2016

El estrés

Me hallo a medio camino entre Qué he hecho yo para merecer esto y Si lo sé, no vengo. Y sólo llevamos tres días laborables...

Esta mañana he debido perder medio kilo con el estrés de salir de casa con los dos niños vestidos, la mochila con la merienda para el recreo, el rollo de papel higiénico para las manualidades y los tres manojos de llaves para coche, casa y trabajo.

Iba sobrada de tiempo hasta que a uno le han entrado ganas de hacer caca y al otro de engancharse a la teta. Es lo que tienen los niños...

He dejado a Peque por primera vez en acogida de la guarde, donde ha soltado su primer sollozo y, corriendo, he vuelto a poner a Chicote en la sillita del coche para movernos 50 metros y llegar a su cole. He empleado tres veces lo previsto porque he estado un buen rato intentando sentarle en la sillita de su hermano. Y el tío, en vez de avisarme, se reía por lo bajini....

Después de dejarle en su correspondiente acogida (sólo cinco minutos, pero no puedo estirar más el tiempo) he tenido que volver al coche a por su bolsita del desayuno. Cuando por fin he arrancado necesitaba otra ducha. O un spa.

A esto debemos sumarle una media de cuatro horas y media de sueño. Entre los nervios, niños despiertos en mitad de la noche y un viento nocturno huracanado que no me dejaba decansar.

Así que hoy, me dije yo, no pueden ir peor las cosas. Pues sí, que soy una lista. Mi Peque con fiebre. Treinta y nueve con uno, ahí es nada. Yo sin poder dormirme, mirándolo, hasta que a las 2 de la mañana le ha empezado a bajar y ha empezado con la fiesta.

No sé si a este paso llegó a Semana Santa.

sábado, 9 de enero de 2016

La bisabuela

Hoy hubiese cumplido cien años mi abuela. Un siglo. Qué vértigo.

Murió hace poco más de una década, dos meses antes de que naciera su primera bisnieta. En diciembre nació la décima.

Los últimos años los pasó un poco mal. Estaba cansada, se sentía mayor y estaba convencida de que su sitio ya no estaba aquí.

Yo prefiero recordarla de otra manera. Mi abuela era peculiar. Tuvo seis hijos, pero muchas veces nos decía la envidia que le daban los jóvenes ahora, que no tenían que tener todos los hijos que Dios les mandaba .

Vivió en muchos pueblos siguiendo a su marido, y al final se instalaron en Madrid. Ella siempre decía que donde mejor lo pasó fue en Barcelona, donde estuvieron una corta temporada aún sin hijos. Su casa estaba en Carabanchel, pero me contaba que le hubiese gustado vivir en el centro-centro. Yo, criada en una ciudad dormitorio, no imaginaba qué había más céntrico que la casa de mi abuela, con el metro a la puerta, y me la figuraba en plena Gran Vía asomada a su terraza acristalada.

No le gustaba cocinar, pero a mí me encantaban sus meriendas. Un bocadillo, trinaranjus y ocho (ocho!!) onzas de chocolate blanco. Además, guardaba siempre una caja de surtido Cuétara en el mueble del salón y nos dejaba abrir el piso de abajo aunque quedasen galletas arriba.

Era muy golosa. Para desayunar tomaba seis galletas María, una madalena cuadrada y un vaso de cola cao. Y para cenar, un sándwich y un nesquick. Había días, contaba, que iba a fregar los platos después del telediario y se daba cuenta de que no había nada que fregar porque no había comido. Pero siempre tenía sitio para un bombón o unas natillas. Es que eso entra sin hambre, decía.

Cuando iba a la Universidad a veces me pasaba a visitarla. Siempre abría la puerta sin preguntar, aunque sus hijos se lo tenían prohibido, así que, indefectiblemente, daba la misma excusa. Te he abierto porque pensaba que eras el de Ocaso que viene a cobrarme.

Tenía docenas de fotos de su docena de nietos. Seis niños y seis niñas. Yo soy la séptima.

A veces mi hermana y yo dormíamos en su casa. Nos había comprado un cepillo de dientes a cada una en una droguería del barrio. Dormíamos en la habitación que había sido de nuestros tíos oyendo la tele de la vecina, la señora Justa, que estaba sorda como una tapia.

Cuando íbamos a verla yo subía corriendo las escaleras y llegaba siempre la primera. Al volver a casa, siempre nos pedía que la llamásemos por teléfono para saber que habíamos llegado bien.

Por casa llevaba una bata y se pintaba las cejas con lápiz. Era muy presumida y desde que cumplió veinte años, decidió que no iba a decir nunca su edad. A mí me enseñó a calcularla restando al año actual el de nacimiento.

Cuando murió mi abuela decidí que algún día tendría hijos. Fue como cerrar un círculo.




viernes, 8 de enero de 2016

Las adopciones

Hace unos días descubrí un blog. Es este. Está escrito por un matrimonio que narra su experiencia con la adopción. Todo el proceso. Yo empecé por el final, un final muy feliz, porque ahora tienen una niña y un niño chinos. Preciosos, pero, sobre todo, felices. 

El principio no es tan alegre. Dos años (desde que empezaron a contarlo, pero hay bastantes más antes) de esperas, incertidumbres y esperanzas. Y muchas reflexiones. Y decisiones difíciles. Ellos optaron por la adopción internacional tras intentarlo en España. Y entre sus peticiones iban las de niños con necesidades especiales (no recuerdo si es esa la terminología exacta) Hablan de las reacciones de otras personas al enterarse, de las de su propia familia. Y, de algo que me ha llamado poderosamente la atención. La madre se plantea, en muchas ocasiones, si hace bien sacando a la niña de su ambiente, desarraigándola. Creo que es un pensamiento muy generoso. Como todo lo que se lee (y se intuye) en el blog.

A veces se tacha a las personas sin hijos de egoístas. Me parece una tontería. No creo que nadie sea más egoísta ni más generoso por decidir, o no, tener hijos. Es algo que unas personas quieren, desean y anhelan y otras no. Nada más. Pero que una pareja lleve tantos años intentándolo, que recorran medio mundo y que no les importe si su hijo va a tener alguna minusvalía es algo admirable. Cuántas noches en blanco pasarían pensando en esos hijos que por fin tienen en casa. 

Por eso me da mucha pena que sea tan difícil adoptar. Está claro que tener hijos es la mayor responsabilidad que se puede tener en la vida. Pero biológicamente mucha gente los tiene y no está, ni mucho menos, tan preparada como otros que no pueden y pasan años intentando adoptar. Para conducir te piden carné pero (casi) cualquiera puede ser padre.

Cualquier niño se merece una protección, una familia que vaya a quererlo y a cuidarlo, ¿por qué lo hacen tan difícil? Que alguien vaya a meterse en tal berenjenal ya presupone (digo yo) buenas intenciones y (muy) altas dosis de amor. Un proceso más sencillo y menos burocrático no estaría mal. 

Hace unos años tuve un alumno de nombre ruso y apellidos españoles. Lo habían adoptado con diez años junto con dos hermanos adolescentes. Los niños eran difíciles y la madre se había separado., dejando a los chicos al cuidado del padre, un señor algo mayor y bastante superado. La Jefa de Estudios del instituto donde trabajaba nos citó a algunos profesores del niño para hablar con el padre, que estaba pensando en devolverlos. O la palabra técnica equivalente. No lo hizo. 

Estoy con Susana (la autora del blog) en que ser madre es mucho, mucho más que un hecho biológico. 


lunes, 4 de enero de 2016

Los nervios

Los hijos tienen miles de virtudes, sobre todo a ojos de sus padres, de eso no cabe duda. Pero tienen también unos cuantos defectos. O cualidades no necesariamente positivas. Entre ellas, posiblemente, la que ocupe el lugar de honor sea su capacidad para agotar nuestra paciencia. Para sacarnos de quicio. Para hacernos perder los nervios.

No sé si vienen así de fábrica. Quizá sea algo que se aprende por imitación. Una convención social o lo mismo es cosa nuestra, que agotamos nuestros recursos antes de tiempo.

A medida que van creciendo se hacen conscientes de esa capacidad. Mi Chicote sabe usarla perfectamente. Cuando ve a su hermano dormido y es hora de que él caiga en los brazos de Morfeo, por ejemplo, sabe que basta un grito suyo, un berrido bien dado, para que servidora, o sea, la madre que lo parió, pierda los nervios ante la perspectiva de sus dos retoños despiertos.

No me gusta ponerme nerviosa. Mi hijo tiene tres años, es muy pequeño. Sí, lo sé, los niños saben mucho. Pero eso no quiere decir que debamos ponernos a su altura. Tienen otra manera de manejar sus necesidades, no controlan los tiempos y para ellos sólo existe el ahora. Si además tienen carácter, como el mío, y les sobra picardía, el drama está latente, dispuesto a salpicarnos en cualquier momento.

He intentado muchas cosas. Contar hasta diez. Respirar hondo. Razonar. Verme a través de sus ojos. A veces funciona. Otras no, la verdad.

Yo soy nerviosa. Me he vuelto paciente con los años, pero con mi hijo a veces me cuesta más de la cuenta. Y lo siento. No me gusta pensar en mí misma gritándole, y, sobre todo, no me gusta pensar en cómo se sentirá mi hijo cuando le grito. Porque, cuando me pongo, soy capaz de gritar mucho.

Hay padres fenomenales, de esos que ves en el parque siempre en estado zen, dialogando con sus retoños y con una sonrisa en los labios. Yo quiero ser así.
Pero no soy perfecta, y grito, gruño y me enfado. A veces. O muchas veces. Desde luego, más de las que quisiera. Ojalá mis nervios se vayan controlando. Ojalá dentro de unos años me haya vuelto una madre zen. O mis hijos unos niños de anuncio.

Hasta entonces seguiré intentando contar hasta diez. Y, si se me escapan los nervios, los agarraré otra vez rápido. Y quizás Chicote me diga, como hizo una vez: Mamá, si estás nerviosa, haz como hago yo contigo, apriétame el brazo hasta que se te pase.

domingo, 3 de enero de 2016

El masaje

Hace un par de noches, mientras hacía tiempo en la cama de mi hijo mayor esperando que el sueño le venciese antes que a mí, mi primogénito se incorporó y, antes incluso de que puediese regañarlo por no estar ya dormido, me dijo:
 - Mamá, espera que te voy a hacer un masaje. Ahora vengo.

Me quedé con la boca tan abierta que ni siquiera fui capaz de contestar. El muchacho se trajo del salón uno de esos masajeadores de plástico que tienen un asa y cuatro bolas, y empezó a frotarme con él la espalda. Después de un par de minutos, lo cambió por sus propias manos y estuvo otro ratito apretándome las vértebras.

Cuando acabó me tapó despacito y me susurró que ya me podía dormir.

Luego tardó un buen rato en dormirse, pero yo estaba tan contenta, tan emocionada, que no me importó. No sé de donde sacó la idea de darme un masaje, los niños son sorprendentes y quizá me haya oído alguna vez pedirle al Padre de las Criaturas un masaje. O puede que hayamos comentado delante de él que el día que estuvimos en el hospital con su hermano yo tenía cita precisamente para darme un masaje, un regalito de cumple que no sé cuándo podré gastar.

A veces te sacan de quicio. Ponen a prueba tus nervios. Gastan tu paciencia y te llevan al  límite. Pero entonces, una sonrisa desdentada tras un par de horas intentando dormirle o un te quiero en medio de una discusión te desarman. Así son los niños. Absolutamente encantadores.